domingo, 21 de julio de 2013

Café turco

Tenía poco menos de un año que no tomaba café turco. Hace un año, la sal que goteaba por el rostro de, llamémosla Ursula, terminaba en la taza y aquello sumado a sus labios troceados descubría un sabor exquisito. 
Pero esta vez no se trataba de Úrsula, ni de Ximena. Se trataba de ella, cuyo nombre es lo único que sé, eso y un par de detalles que se unen a la marcha indecisa de pecas  en su rostro, esquirlas opacadas por un vistoso lunar posado en el surco de su boca.
Su puntualidad me convierte en el par de tacones de la mujer que llega siempre tarde, ahí  estaba y tras recorrer algunas calles que carecian de significado nos instalamos en una cafeteria ajena a la lluvia y la concurrencia. Nos acomodamos para quedar ambos de frente, como dos animales que se estudian detalladamente y tras dar un sorbo de café turco le prendí un cigarro y enseguida me despachó el humo entero en la cara. Durante mi adolescencia crucé pocas palabras con mi hermano pero enseguida me vino a la mente algo que me dijo cuando supo que fumaba: -Alguien que te avienta el humo en la cara quiere una de dos cosas; quiere golpearte... quiere acostarse contigo.-
A la mañana siguiente lo habría descubierto; sumergido en un desbarajuste de sábanas y alcohol, en un pleamar, en una resaca tierna impresa en su cara, en una mezcolanza de hormonas y cuerpos cansados, todo aquello servido en un sofá de cuero.
Resultó que briagos somos mas responsables, y eso, es un simple gesto de la naturaleza para enamorarnos bajo ese influjo.
Por nuestras venas corría nuestra infancia inyectada por el temor de escuchar como mis padres iban de un lado a otro atravesando la sala donde  los dos dormíamos, los nervios nos sometían a cada golpeteo de cucharas y platos protagonistas del ritmo de un desayuno apresurado.
Apenas se fueron todos, decidimos conocernos mejor. Nos mirábamos y nos olfateábamos, nos besuqueábamos, tomábamos nuestras manos y las soltábamos, cerrábamos los ojos y jadeábamos.
Transcurridos los trópicos y meridianos, cumplido a tiempo el horario de dos amantes solos y errantes, cruzamos esa agenda vieja que son las cinco banquetas trazadas de la casa al metro y al despedirnos ambos teníamos dos caras; la del aborigen satisfecho... La de una mujer carcomida por la tristeza.

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