miércoles, 31 de julio de 2013

Rebato de ambos.

Porque aunque los días duren lo mismo y la soledad y el abandono sean el mismo crimen cometidos, eso si, por personas diferentes. Y el insomnio y la vagancia sean, basicamente, la misma contemplación de los años que marca el reloj sin saberlo.
Cuando la púber salvaje despierte decidida en tu interior y el aliento con el que masticas a tu presa se vuelva denso, como tu melena adolescente todavía quedarían en ese rincón que son tus desvelos restos de la eutanasia que es el aislamiento de tus goces mas voraces, sobras de tu retiro del bárbaro mundo que se mueve en tu cabeza, despojos, migajas, gargajos secos de la vida que como el efecto dopler se maneja en una ambulancia que se anuncia desesperada, llega estrepitosa y detonante; y se marcha devorada por su mismo desasosiego dejan evidencia del disturbio que es tu vida, una alarma que solo quien la acompaña al mismo paso entiende y no solo entiende sino disfruta, el ritmo que desde fuera es impreciso, el ritmo qu el caos bien envidiaría, también algún satélite apenas puesto en órbita. Pero claro está, el que ve desde fuera se aparta del entendimiento y deja regada esa incomunicación sobre tu pecho resoplado de respiración inquieta.
Llevo muchas madrugadas pensado que tanto podría pesar tu paso sádico y novato a un tiempo en las arenas de Júpiter o en los observatorios mayas, en la sombra del campesino haciendo verso con la oz y advierto que estoy en los albores del terror que tu partida me provoca todavía.
Me parecen los días, todos sucedidos en horas y minutos, diferentes. Me entretiene la soledad, maestra y gitana, me paladea las plantas nómadas que tengo en los pies. Mis noches en vela se vuelven extensas pláticas con los amigos que murieron. Jamás después de eso volví a quedar medio hambriento y medio satisfecho por compartir. Ni volvía escupir la comida de algún enemigo en común. Mucho menos volví a disculparme con un amigo ni a besar unos braquets pubertos. Cuando recién arribaba a tus brazos habías notado en mi una desilusión del mundo que me iba comiendo con los meses. Antes de tí hubo una niña que sin haberse convertido en mujer, años después fue asesinada, y la impotencia tuvo que disiparse con el tiempo. El autor del crimen había acabado con su vida ese mismo día que sacó de ella la luz que guardaba para sus años restantes. Recibí la noticia cuando tu espalda llevaba acumuladas ya algunas semanas de distancia. Ella llevaba tu nombre Gabriela.
Así fue como cada año me despedía a la fuerza de algún amigo o algún amor, ambos encarnados.
Pero aunque los días para ti y para mi duraran lo mismo y, los almuerzos tuvieran el rango temporal del carroñero. Aunque el dolor nos preparé para las enfermedades venideras y el desapego reunido nos de la fuerza para sobrevivir a una pérdida mayor. Y el entedimiento de la gente que entonces nos miraba y se desentendía se siga desentendiendo ahora y después. Y amanezca dentro de nosotros una apetencia que nos recuerde cuan vivos estamos no será tarde. Nunca será tarde para tu regreso. Tendremos tiempo de atinar los deseos que en nuestros cuerpos pasados escondimos, con sabiduría precoz diría Rotterdam, sin la madurez de decodificar el mensaje que escribíamos entonces, con los ojos a medio sueño, con la danza de nuestras manos, con la tipografía de nuestras bocas ignorantes. A veces crasas, a veces supinas.

domingo, 21 de julio de 2013

Café turco

Tenía poco menos de un año que no tomaba café turco. Hace un año, la sal que goteaba por el rostro de, llamémosla Ursula, terminaba en la taza y aquello sumado a sus labios troceados descubría un sabor exquisito. 
Pero esta vez no se trataba de Úrsula, ni de Ximena. Se trataba de ella, cuyo nombre es lo único que sé, eso y un par de detalles que se unen a la marcha indecisa de pecas  en su rostro, esquirlas opacadas por un vistoso lunar posado en el surco de su boca.
Su puntualidad me convierte en el par de tacones de la mujer que llega siempre tarde, ahí  estaba y tras recorrer algunas calles que carecian de significado nos instalamos en una cafeteria ajena a la lluvia y la concurrencia. Nos acomodamos para quedar ambos de frente, como dos animales que se estudian detalladamente y tras dar un sorbo de café turco le prendí un cigarro y enseguida me despachó el humo entero en la cara. Durante mi adolescencia crucé pocas palabras con mi hermano pero enseguida me vino a la mente algo que me dijo cuando supo que fumaba: -Alguien que te avienta el humo en la cara quiere una de dos cosas; quiere golpearte... quiere acostarse contigo.-
A la mañana siguiente lo habría descubierto; sumergido en un desbarajuste de sábanas y alcohol, en un pleamar, en una resaca tierna impresa en su cara, en una mezcolanza de hormonas y cuerpos cansados, todo aquello servido en un sofá de cuero.
Resultó que briagos somos mas responsables, y eso, es un simple gesto de la naturaleza para enamorarnos bajo ese influjo.
Por nuestras venas corría nuestra infancia inyectada por el temor de escuchar como mis padres iban de un lado a otro atravesando la sala donde  los dos dormíamos, los nervios nos sometían a cada golpeteo de cucharas y platos protagonistas del ritmo de un desayuno apresurado.
Apenas se fueron todos, decidimos conocernos mejor. Nos mirábamos y nos olfateábamos, nos besuqueábamos, tomábamos nuestras manos y las soltábamos, cerrábamos los ojos y jadeábamos.
Transcurridos los trópicos y meridianos, cumplido a tiempo el horario de dos amantes solos y errantes, cruzamos esa agenda vieja que son las cinco banquetas trazadas de la casa al metro y al despedirnos ambos teníamos dos caras; la del aborigen satisfecho... La de una mujer carcomida por la tristeza.