viernes, 17 de mayo de 2013

Lucubración espontánea.


El artesano decora su muerte y la muerte llora, la injusticia del genocidio y la eutanasia, el placer público.
Las vaginas pastan, caníbales, se buscan unas a otras, se entienden, fingen hacerlo.
El hombre sin mas palabra que el aliento sopla un discurso árido, tose en busca de eco, busca entenderse.
La ciudad sigue ensuciandose, se erigió sucia, se intentó lavar con lluvia, fracasó. Continuó sucia su camino: por la historia, por el falso urbanismo, por la breve intención de tentar al tiempo.
Las estaciones se sucedieron. Los almuerzos también. Los trinos se volvieron interludio entre la paz habitual con que se yace en el vientre y la postura frigida del intermediario labil que asegura comunicarse con dios.
El álgebra de las piernas de todas las mujeres sobre los hombros de miles de errantes, debajo de un denso equipaje de invierno impaciente. A lo lejos nada lejos para dos piernas demasiado bien estudiadas por la ciencia y el conocimiento público.
Entrando en la entrepierna una cueva, dentro de ella cientos de ángulos que abstraídos muestran evidencia de la evolución de las habitaciones y otras formas de vvir la soledad, la seguridad y el anonimato. De las erecciones privadas y la posesión necesitada de dirección y sentido. Mas adelante la sombra de un espejo roto. Le miras y su sombra se ha convertido en la tuya. Te metes el vidrio roto a la boca y te sabe a sangre y la sangre a hierro. No te permites un segundo de nada. La nada era prótesis de la futilidad para entonces.

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